Bajo el influjo protector de un té de flores, que representó ante nuestros ojos atónitos, todos los reinos de la naturaleza, leímos El cuento de los cuatro niños que dieron la vuelta al mundo, del gran Edward Lear. En un barco timoneado por un gato y un kuango-mango que prepara la cena y sirve el té, viajamos a islas remotas y absurdas, hechas de agua y rodeadas de tierra; habitadas por ratas que comen flan o por mosquitas cantoras. Y a través de una ronda de cadáveres exquisitos, nos acercamos a las orillas del absurdo, en las que poco a poco comenzamos a hacer pie.
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